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jueves, 28 de octubre de 2010

Viajar en el tiempo del transporte

Por José Alberto Márquez Salazar
Colaborador invitado

Subir en un Centro de Transferencia Modal para recorrer la Ciudad de México en el “Metro”, acaso en media o una hora, pongamos de oriente a occidente o de norte a sur, implica un pago menor que algunos consideran “caro” además de ciertas incomodidades que en estos días hacemos relevantes, pero que en nada se comparan a las condiciones de hace cincuenta o cien años. Tener un transporte mejor cada día ha sido y es un interés constante para quien vive en las grandes ciudades.

La ciudad siempre es criticada y odiada, amada y rechazada. Sea el gobierno que sea, temas como la basura, la seguridad pública o el tráfico y transporte, están presentes. El Fistol del diablo, escrita por Manuel Payno, es una de las novelas más importantes del siglo XIX mexicano. Su recreación tiene como marco los años previos a la invasión norteamericana de 1847 y cambió el uso y perfil de los personajes mexicanos de novela: sus historias eran más determinadas por el interés y la búsqueda de seguridades. Publicada entre 1845 y 1846 en la Revista Científica y Literaria, la novela también nos da pistas sobre la historia de nuestra ciudad.

El Callejón de Dolores, ubicado a unas cuadras de la Alameda Central, tuvo durante parte del siglo XIX la responsabilidad de albergar al despacho general de diligencias, en especial las que salían para Puebla y Veracruz. Escribió sobre el transporte Manuel Payno:

“Aunque México ha querido tomar hace años un lugar entre las naciones civilizadas, le falta mucho de lo que constituye la civilización y el progreso; entre otras cosas los medios de comunicación, pues los caminos son detestables, bien que la naturaleza no se presta muy fácilmente, pues siendo todo el país montañoso y desigual, y estando construidas las ciudades sobre la alta cordillera, los caminos de fierro y los canales son mucho más difíciles de hacerse que en cualquier otro país.

“Con todo, hace algunos años que los únicos medios de comunicación eran unos voluminosos y pesados coches, tirados por ocho o diez mulas, que caminaban con la lentitud de una tortuga, mientras que hoy, en cuatro o cinco días se camina en las diligencias una distancia igual a la que en los tiempos de feliz recordación del sistema colonial, se travesaba con mil trabajos en veinte o veinticinco días.”

Y para apuntalar los dichos, Enrique Fernández Ledesma, escritor mexicano olvidado, elaboró un breve ensayo donde describía las vicisitudes del transporte: “Nuestros bisabuelos y sus viajes en diligencias”. Fernández Ledesma, poblano de nacimiento, director de la Biblioteca Nacional, amigo de Ramón López Velarde y de Saturnino Herrán, escribió dos fabulosos volúmenes: Viajes al siglo XIX e Historia Crítica de la tipografía de la Ciudad de México, entre otros.

En el ensayo de las diligencias afirma:

“Los padres de nuestros padres escribían este capítulo con gran emoción. Lo escribían evocando las escenas inolvidables del viaje. Porque cada viaje en diligencia era una aventura palpitante, sombría, temerosa, llena de sobresaltos y henchida de peligros. Tan grave era la empresa que, aparte de sacrificarlo todo, se dejaba en ella, a menudo, la vida.”

Si en nuestro siglo, un viaje por el Metro implica el cansancio, la búsqueda del amor, el erotismo juvenil, en el XIX, el vehículo y el viaje representaban algo más. Escribió Fernández:

“Ya fuera de México, la diligencia representaba el hogar nuevo, solidario y sentimental, que se paseaba por el campo. En la prolongada seria de banquetas en que estaba dividido el patriarcal carruaje se instalaban los pasajeros y un mundo disímil compartía los azares del viaje. Militares de los tiempos de Victoria; caballeros con esposa timorata e hijas lindísimas; frailes y canónigos, comerciantes y banqueros, agricultores y jóvenes de casas ricas que se dirigían a sus haciendas, o bien que tentaban la aventura por ilustrar, con lo imprevisto, el ocio ciudadano.”

Además, retoma el recuerdo del Callejón de Dolores:

“Los dos servicios de esos caudalosos carruajes que se hacían en el México de la época disponíanse en la Administración de la Empresa o sea en la Casa de Diligencias, local ubicado en el primitivo callejón de Dolores, hoy nacimiento de la Avenida Independencia”.

En punto de las cuatro de la tarde con un estrepitoso rodar partían hacía sus destinos: tomando por la calle del Coliseo Viejo hasta la garita de Bucareli, la de Puebla; la que partía a Veracruz abordaba el mismo Coliseo Viejo y luego al este para salir, a través de la calle de moneda a la garita de San Lázaro.

El viaje era duro, peligroso:

“Los pesados vehículos partían al trote vivo de sus siete mulas. Temblaban los muelles del carruaje; los bultos, mal asegurados en las tablillas, covachas y techos, venían por tierra al arrancar el fogosos tiro… Entre algazaras, bromas y donaires se reafirmaba el equipaje. Y entonces la diligencia partía con una velocidad de correo, seguida por ladridos de perros vagabundos y por los arrapiezos del arroyo.”

Pese a los siglos, a los cambios, el viaje sigue siendo una aventura. Mauricio Magdaleno, a quien debemos algunos guiones de enormes películas mexicanas, afirmó categórico: “En México, como en la India y en China –por más de un concepto tan semejante a nuestra vieja tierra-, sólo hay dos extremos para vivir y, ya que viene el caso, para viajar: el de la ostentosa y hasta indolente comodidad de quienes todo lo tienen y el de la deprimente miseria de quienes no tienen nada. Los viajes de un político encumbrado o un simple magnate suelen revertir magnificencias dignas de un maharajá. El pueblo, en cambio, viaja en condiciones de una también aparatosa humillación”.

Magdaleno no tenía mucha consideración en los mexicanos que él conocí. Hoy, seguramente una mayoría son muy diferentes. Escribió Magdaleno:

“El mexicano no sabe viajar y si monta, en las pardas estaciones de árboles fantasmales e invariable y renegrido tinaco de agua, en el vagón de segunda, ni es por su gusto ni va muy lejos. Viaja el norteamericano, y estupendamente, sin sufrir el más leve menoscabo ni en sus costumbres ni en su noción de la vida; el mexicano peregrina como un romero. Por eso el viaje en segunda tiene tanto de romería, de patética fatalidad religiosa”.

Pensándolo bien, Magdaleno sigue con razón, hay que ver el Metro, el transporte colectivo en general, para redescubrir esa falta de conocimiento para el viajar. Pero, el desconocimiento no era nuestro principal problema para viajar. Manuel Rivera Cambas describió:

“La facilidad de las comunicaciones, considerada siempre como primer elemento de la vida de los pueblos, se dificultó mucho entre nosotros y si el tráfico fue difícil aun en los alrededores de la capital, qué pasaría en los caminos distantes del control y aun cuando la vía fuera practicable, los vehículos y la manera de transportarse eran incómodos; la falta de caminos ha tenido nuestros giros desfallecidos, las producciones y el comercio aislados en determinadas zonas.”

El panorama era desolador y siniestro. Hoy, la gente se queja. La ciudad ha crecido y los ríos se han ocultado bajo las avenidas con transporte veloz. Necesitamos mejor transporte, público, no contaminante. Ayer rebajábamos a un pueblo llamándolo “bicicletero”; hoy, la ciudad puede serlo. Hoy, el viaje al pasado se hace en transporte del presente.

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